viernes, 22 de abril de 2011

Antes el tiempo era otra cosa

Esta noche, por primera vez en mi vida, he salido a llamar a la puerta de los vecinos de enfrente para que bajaran el volumen porque tenían una fiesta. Ya soy un varón adulto, un candidato a dominguero, un usted-no-sabe-con-quién-está-hablando.

No hay timbre, así que hay que aporrear la puerta. Llamé a las dos, y bajaron la música, para volverla a subir al cabo de rato. Llamé a las cuatro, y no me abrieron porque no lo oirían. Seguían escuchando la encarnación danesa de los cuarenta principales. Llamé a las cinco de nuevo, y, descalzo, en chándal y camiseta de propaganda, le metí una bronca en inglés a un chaval de primero o segundo de carrera, cagándome en su madre y diciéndole que, entre otras cosas, estaban mis abuelos casi octogenarios en casa sin poder dormir. La privación de sueño es una fuerza poderosa, aunque me horroriza pensar que pueda pasarme el resto de mis días insultando a los vecinos. En chándal. Con una camiseta de propaganda.

En cualquier caso, lo que decía de los abuelos es cierto. Tengo a mi familia por parte de madre en casa por Pascuas. Pero ya hablaremos de ello más adelante. Lo que quiero relatar, antes de que se me olvide, es lo que he soñado en los momentos en los que el agotamiento superaba el jaleo, ya que en cierto modo también está relacionado con la visita de mi familia, con la idea de viajar y con la cosa ésta de ser nieto.

He soñado que estaba en la ducha, en un futuro ligeramente ciencia ficción, en un cuarto de baño con paredes holográficas como en las casas de Fahrenheit 451, bañándome con un bebé en brazos, rodeado de imágenes de delfines pixelados y otras cosas de temática acuática, como agua, sin ir más lejos.

Entonces, algo sucedía. No sé si era por motivos económicos, de integridad personal, o por lo que fuera, pero tenía que enviar a mi hija de viaje por el tiempo, como los padres de Superman lo hacían por el espacio. No es que la mandara exactamente al futuro o al pasado, sino de viaje por el tiempo, a dar vueltas, a criarse en otro tiempo ajeno al mío.

Fundido en negro, reencuentro en otro momento. En otro momento del tiempo, si es que esta puntualización es de ayuda. Yo tengo unos cuantos más que ahora y mi hija, unos veintisiete. No se me parece mucho, es alta y morena, podría ser de oriente próximo, y mientras nos reencontramos unos tramoyistas van colocando el escenario a nuestro alrededor; un armario alto que resulta ser un trozo de cielo, una cómoda que es a la vez un mueble y parte del fondo. Mi hija sostiene otro bebé en brazos, que todavía se me parece menos. La atmósfera es noucentista.

- Anda, pero si casi parece asiático.
- Sí, es que el padre es filipino.
- Pues si que me tienes que explicar cosas.

Otro fundido en negro y mi nieto y yo estamos en un tren de los que van por el tiempo, no ha venido el revisor y sostengo en la mano dos billetes como los de tranvía de antes, o como los que todavía te dan en los cines viejos, impreso en azul tatuaje sobre papel secante de color vino desleído. El tren es de vapor, y parece que estemos a principios del siglo XIX, como si a medida que avanza la historia retrocediéramos en el tiempo.

- Mira que me conozco esta línea, y cada vez está peor el servicio. Antes era otra cosa.

Mi nieto se ajusta la gorra de plato y se encoge de hombros. "El abuelo, que chochea", pensará. Lleva una chaqueta azul marino con un par de chevrones dorados en cada manga, posiblemente heredada de mí, seguramente de cuando yo trabajaba en el tren temporal.

martes, 12 de abril de 2011

Sí señor, Alemania

Hacía la tira que no veía a Sascha (que vive en Bochum) y a Martin (que vive en Dortmund). Este invierno ya hice un amago de ir a verles para ver de paso a Cristina (que estaba en Osnabrück) pero todo se quedó en agua de borrajas porque se nos echaron encima Las Fiestas.

Pero este fin de semana ha sido el cumpleaños de Sascha, y todos sabemos que los cumpleaños son una excusa poderosísima para, alternativamente, estar o no estar, ir o dejar de ir. Hacía la tira que no ponía un pie en Alemania, y mucho más que no hacía un viaje largo en tren. El viaje de ida han sido unas ocho horas y el de vuelta, en coche cama, unas diez.

En el viaje de ida, tuve un rato de ferry. Que así dicho suena tonto, pero nunca había usado un barco como medio de transporte no recreativo. La idea del ferry me suscitaba el romanticismo de lo impráctico. Ahora, por obra de la experiencia empírica, pensaré siempre en un duty free flotante. Viajar sirve también para darse cuenta de cuánto del mundo sigue siendo puramente analógico, además, todo tan de hierro.


La empresa del ferry se identifica con un cisne o un ganso, pero al primer golpe de vista, me pensaba que el esmerilado de las ventanas dibujaba un paraguas caído.


Otra cosa, minúscula e impresionante, en Hamburgo. En todas las estaciones te indican con diagramas dónde te encuentras respecto al tren que ha de venir, para que sepas encontrar tu vagón. Pero en la estación central de Hamburgo había unos hilitos rojos para que pudieras seguir cómodamente la indicación. Tiene su gracia que, en danés, "hilo conductor" se diga "hilo rojo" (rød tråd).


Bajo estas líneas, un ejemplar de la revista de las ferrovías danesas, com un bonito artículo sobre taxidermistas. Así da gusto viajar.



Por fin, llegada a Bochum. La Alemania industrial es un viaje al universo visual del boom económico. Existen todavía familias por toda Europa que tienen un electrodoméstico marrón y beige de aquella época, que seguramente no se les estropeará nunca. En el piso de Poble Sec tuvimos un escurrelimones Braun del ajuar de los padres de una compañera de piso que funcionaba con la convicción de una broca geológica. De esa época en la historia del diseño viene también la carta de colores que combina amarillo cadmio y verde pizarra o mejor todavía, la carta que ni tan sólo los combina, como el naranja sobre naranja de esta estación de metro.

Pero si hay algo setentero en todo esto, es el museo de la minería de Bochum. Allí pasamos nuestro mediodía de sábado, aprendiendo cosas sobre la extracción de turba y paseando por una instalación minera que parecía, en algunos puntos, la Estrella de la Muerte.


Ir a este tipo de museos consiste más bien en ver cómo representan su tema, y no tanto en el tema en sí. Aquí, la fachada.




Por lo visto, en el lugar específico donde ha edificado el museo, nunca ha habido explotación minera, así que la mina por la que paseamos era una suerte de simulación, y la torre ha sido traída en realidad desde Dortmund, que es mayor y tiene alguna cosa más, como este centro cultural que había sido una cervecería.


Pero el lugar donde he pasado más tiempo este fin de semana ha sido en el teatro de Bochum, porque Sascha trabaja ahí ahora, de manera que he visto tres obras de teatro.

La primera, Next Generation, era una obra de teatro por y para jóvenes en la que se hablaba sobre qué es ser un joven alemán contemporáneo, cuando muy a menudo significa llamarse Hassan. Me esperaba que fuera algo bienintencionado o con un exceso de jerga juvenil de esa que provoca pequeños escalofríos, pero estuvo muy bien.

Todas las lámparas de los pasillos y plateas del teatro son permutaciones sobre el mismo elemento, esta especie de lirio, desde los apliques del bar a las luces colgantes del foyer.

La segunda obra era un espectáculo familiar, una adaptación teatral de Jim Botón y Lucas el Maquinista de Michael Ende, con muy buenos actores y una puesta en escena de-fli-par-lo. Las adaptaciones de Ende, por temática y por simple altura de listón suelen tienden a ser un fiasco, y aquí de nuevo tuve que desdecirme.


Imbuidos de un recuperado espíritu infantil, vimos las partes altas y bajas, secretas o poco transitadas del edificio, como este pasillo por encima del escenario del cual por poco nos descalabramos (y en el que uno de los técnicos nos pegó un susto).

Muchas de las paredes del edificio son curvas, y por lo tanto, también lo son muchas puertas.


La tercera obra no fue un Cyrano, a éste espadachín lo cacé en la cantina mientras pedía un agua con gas. No sé yo si es prudente beber agua con gas durante un descanso del teatro. Y si se te escapa un eructo?


La tercera obra se llamaba algo del amor, un título muy largo. Era un monólogo a tres voces con algo de música en directo que tocaban los propios actores. Se relataba la vida sentimental (sexual, en realidad) de un adolescente durante la RDA y los primeros años de la Alemania Unificada. Básicamente maldecían, hablaban de follar y tocaban la guitarra. Un gustazo, aunque puede que no para todo el mundo. La chica que tenía a mi lado me preguntó:

- Oye, y esta obra cómo se llama?
- Nosequé del amor. Un momento que le pregunto a mi amigo que sí que lo sabrá.
- Es que no sé si es exactamente lo que mi abuela esperaba ver.

Y a su derecha, una señora de pelo blanco y pendientes de perla escuchaba impertérrita como un actor hablaba sobre la presión sanguínea acumulada en sus bajos. Nos estuvimos riendo como gamberretes cada vez que decían algo procaz.

Ha sido un buen fin de semana, y sobre todo, ha sido un placer poder disfrutar de la compañía de Sascha, a quien hacía tanto que no veía. Nos seguimos llevando la mar de bien. Para muestra, un botón.



Ah, aquí tenemos una videopostdata de Sascha hablándonos sobre las minas, la luz solar, el hecho de la nostalgia (o el ansia), amenizado con la interrupción de los Cinco Ruidosos Abuelos Franceses de los que estuvimos huyendo durante toda la visita al museo.



Y la videopostpostdata, por si el tema de las torres mineras no os ha acabado de aburrir del todo.