martes, 15 de enero de 2013

A cada uno su invierno

Volví de las vacaciones de Navidad hace cosa de una semana y pico, y apenas he tenido un respiro. Además, me dejé la cámara de fotos en Copenhague y no sabía cómo enfrentarme a esto de hacer una entrada de blog sin fotos.

Es una pena que la cámara se haya convertido más y más en la forma que tengo que contar las cosas, como quien obliga a sus visitas a ver sus fotos de vacaciones que son inanes réplicas de cosas de National Geographic. Con mis amigos en Sabadell llamamos a eso "hacerle un Egipto a alguien":

 Vengo de casa de los suegros y me han hecho un Egipto con las fotos de Tailandia que por poco me muero de tedio. Si veo una foto más de un adolescente de sexo indiferenciado sosteniendo una flor de hibisco, vomito.

Como si hiciera falta esto de las imágenes! Habrá que a volver entonces a contar las cosas sin ilustrarlas, porque ilustrarlas es trampa, ya que las imágenes acaban convirtiéndose en la sustancia sobre la que el texto versa, como las losetas de piedra separadas un dedo la una de la otra formando en su separación un caminito de jardín.

De habérmela traído, ahora estaría poniendo fotos de un perro de peluche de los setenta, feísimo y lleno de churretes de mugre, abandonado delante de un contenedor de basura; de un corazón de manzana de sección cuadrada cortado a cuchillo en casa de Anna y Miquel; de la atmósfera neblinosa como de película de zombis que había cubierto el autolavado de delante de casa de mis abuelos uno de esos días tontos que hay entre Navidad y Fin de Año; de Sac, el perro de mi tía, con un calcetín de topos en una de las patas delanteras porque se había hecho daño y sin calcetín se arrancaba la venda; del puente de vías de color rojo que hay encima del Llobregat a la altura de Castellgalí; de la docena de amigos con los que pasé Nochevieja, todos con una nariz de payaso; de las recetas de mi abuelo, un torrente de consciencia  mecanografiado sin espacios ni signos de puntuación, reposando encima de su máquina de escribir de color rojo; de la gente ajustándose las orejeras mientras me yo me abría la chaqueta y me decía que llevaba demasiadas mangas,

Y eso que me traje una chaqueta más de entretiempo porque con el abrigo-abrigo me iba a asar. Y era justamente en ese abrigo donde me había dejado la cámara. Me dí cuenta al echarme la mano al bolsillo porque quería retratar discretamente una procesión de italianos abrigadísimos que se arrastraban con botas forradas y orejeras por la Rambla del Raval.

 Esta gente tiene invierno psicológico, como las perras cuando se creen que están preñadas.

Pero a cada cual su invierno. Ya de niño me sacaba de quicio el "tápate, que me da frío namás de verte", no estaría bien que me cebara en los frioleros, que a lo mejor estaban destemplados por la resaca el día uno de enero, balanceándose por la calle entorpecidos por el material aislante.

Y es que hacer balance del año es inevitable, lo hagamos (en) público o no. Uno de mis estudiantes comentaba en su Facebook (ya no es estudiante mío así que es legítimo tenerlo ahí), además los viajes que había hecho, las cosas que había aprendido. La idea me gustó.


Si pienso en ello, este año he aprendido un montón. Por desgracia casi todo lo que he aprendido es de orden profesional y no tiene mucha cabida en este blog. Pero he aprendido qué es la subdiferenciación (antropológica, no matemática), he aprendido qué significa "cataláctico" (algo muy adecuado para estos días de Catalunya cataláctica), he mejorado bastante el danés y le he pillado el punto a los fideos udon. También, creo yo, he aprendido a poder ser peor persona, o en cualquier caso, a poner en práctica un poco esto del "no, pero gracias" y el "hasta aquí hemos llegado".

Pero pido perdón, hacer ese tipo de aseveraciones descriptivas sobre el temperamento de uno mismo me resulta algo autosatisfecho. Siempre he opinado que hay que desconfiar de quien sabe definir muy bien su carácter; porque seguro que lo que nos dice sobre sí mismo es una enumeración apriorista de rasgos de personalidad que desearía tener, no algo que reconozca de su conducta. Aún así, me gustaría a creer que con la madurez me está llegando con algo de esa siempre ansiada serena intransigencia, algo a lo que he aspirado desde que la psicóloga del insti me dijera a los quince que pecaba de cortés.

La conducta de los demás sí que es más fácil de describir, si bien no de explicar, claro. Y estos días en los que andaba algo blando por la nostalgia y el confort del reencuentro he estado pensado que conozco a bastante buenas personas, e incluso a personas por quienes no habría dado un duro que parece que hayan hecho méritos para hacerse ciudadanos. Darse cuenta de si alguien es simpático o espabilado, borde o más bien lento no requiere demasiado tiempo. Hacerse una idea de qué constitución moral tienen nuestros conocidos necesita obviamente más tiempo, y me cuesta pensar en mis amigos sin pensar "macho, es que son muy buena gente". Comentábamos con una amiga:

 Te acuerdas de tal?
 Claro, aunque hace mucho que no hablamos. 
 Pues mira, coincidimos hace poco. Yo pensaba que tal y como iba por la vida, iba a convertirse en un capullo integral. 
 Y no?
 La verdad es que no, todo lo contrario.
 Bueno, supongo que con todo lo que pasó se le bajaron los humos. Un poco de desgracia bien administrada endereza mucho el carácter.
 Joder tía, qué mala uva. Aunque razón no te falta. 
— Bueno, somos casi de la misma quinta y no estamos saliendo tan mal, no? Parece que no somos un malgasto de carne. 
No, no del todo.

Y si es inevitable hacer balance, también es inevitable hacerse propósitos. Acabar la tesis no cuenta porque no hay más narices que acabarla. Mi propósito de este año es tan modesto como importante: asqueado de pagar demasiado por la comida mierdosa en la cafetería de la universidad, me compré un libro de cocina que reseñaban en el Comidista, dispuesto a llevarme el tupper tanto como me fuera posible. De momento no he pasado por la caja de la cantina una sola vez, y tengo cuatro tuppers distintos en el congelador. Al loro.