Después de deambular por la terminal del ferry y de un par de llamadas de teléfono algo confusas, avisté el paraguas plegable de color naranja de Carla. Y con ella y su paraguas, Cristina y José.
Tenía muchas ganas de ir a Oslo desde que me leí Hambre de Knut Hamsum, unos meses antes de irme a vivir a Copenhague. Recuerdo estar desayunando en el Dinopán de Clot y leer cuando el protagonista se inventa una palabra (kuboå) pero todavía no sabe qué significa y decide que no puede significar ni parque de atracciones ni feria de ganado.
Oslo no ha sido nunca una capital imperial o colonial como Copenhague o Estocolmo lo han sido, y me habían dicho que era esencialmente un villorio de provincias venido a más a causa de los últimos treinta años de desarrollo económico por la industria petroquímica. Se conoce que hasta hace una generación los noruegos eran pobres como ratas. Y que hace cuatro generaciones que se constituyeron como estado independente, antes habían sido la Ucrania de Suecia o Dinamarca.
De hecho me habían dicho que Oslo era un sitio feo y cutre. Y preparado para lo peor, me encontré con una ciudad algo eurogenérica (vamos, atlántica) pero en absoluto fea, con ráfagas de edificios ultramodernos ansiosos de convertirse en edificaciones-emblema, algo de lo que las ciudades escandinavas con voluntad de ser ciudades-marca están ávidas.
Uno de esos edificos modernos es el museo Astrup Fearnley, una colección privada que viene a ser como una Ludwig escandinava y algo posterior. En un museo no muy grande tienen una colección permanente con cosas tremendas. Yo desconocía por completo la existencia de este museo, venir fue cosa de mis anfitriones, que habían planificado el día en Oslo estupendamente.
Nada más llegar, no sabía a qué atenerme, como pasa en general cuando uno va a entrar en un museo que no conoce.
Hasta que me rodaron las canicas por el suelo al bajar la escalera y encontrarme con las piezas de Damien Hirst. Cristina y José se sonrieron cuando me vieron con cara de estar entrando en la Fábrica Wonka de Chocolate. "Sin conocerte de nada, sabía que lo ibas a flipar", dijo José.
Y es que no era para menos.
Aquí, mis anfitrionas, de espaldas frente a una de las últimas obras.
La provocación de presentar a un terrorista como un mártir resulta algo facilona, y casi en la misma línea que hacerse un autorretrato empalmado, como quien escribe Hijoputa en letra caligráfica. Si el chiste ni te ofende ni te hace gracia, lo que queda es la técnica. Y de eso no le falta.
Pero en cualquier caso hacía tiempo que no lo flipaba tanto en una colección de arte contemporáneo. Con la cuota museística cubierta, nos fuimos al Parque de Vigeland, posiblemente lo único aparte de Munch que se conoce de arte noruego más allá de Escandinavia. Gustav Vigeland hizo un parque con unas doscientas y pico esculturas de granito , de bronce y de hierro forjado.
La temática de las esculturas representa la clausura o la explosión combinatoria del enigma de la esfinge de Tebas, porque cada pieza es una escena propia de la infancia, la adolescencia, la madurez o la vejez.
Más que un parque bonito para la burguesía elegante, Vigelandsparken parece el legado arqueológico de una cultura sabia y grave, una Mesopotamia nórdica, una de esas sobrias Atlántidas de ciencia ficción.
Tanto a la ciencia ficción como a las grandes civilizaciones perdidas les encantan los monolitos. El parque tiene uno. Aquí se ve de cerca.
Y aquí de lejos, con el cielo amenazante y bañado en esta luz tan oblicua del norte.
Y aquí más de lejos, con nosotros de referencia. Para salir sólo de referencia me parece que Carla, un servidor, Cristina y José estamos muy simpáticos .
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