Los países bálticos son, a pesar de los clichés que puedan tenerse, lugares seguros y pacíficos, donde la gente es amable y se come mucho y bien. Hablan poco inglés, pero uno no se siente como si estuviera en la Guerra Fría. Estos países, no obstante, esconden un peligro importante para sus visitantes; el de no saber exactamente a cuál de los tres se dirige uno y si ha comprado los billetes de avión para el sitio que toca.
Uno llega a Letonia y no deja de preguntarse si no tendría que estar en Lituania o en Estonia. Atiende a la conferencia, presenta su trabajo y se interesa por el del resto—parece que el tema de la conferencia casa aceptablemente con la línea de investigación que le ocupa—estrecha un par de manos, hace la maleta de nuevo y se embarca de vuelta a casa, albergando todavía la duda de si ha ido al sitio que es, si no está quedando mal en otra conferencia más al norte o más al oeste donde su artículo sí venía más a cuento.
Incluso los propios ciudadanos bálticos sufren esta confusión. En la Universidad de Riga se curan en salud usando las banderas de los tres países bálticos en la decoración, por si acaso; no fuera a ser que en realidad son lituanos y tuvieran que ponerse a reimprimir mapas, reemplazar símbolos, aprender otro himno, fingir otro acento y tomar como propios nuevos mitos de grandeza nacional.
Riga, o al menos el centro de Riga, es un sitio precioso. La Unesco, que sabe mucho de esto, les ha declarado Patrimonio de la Humanidad todo el tinglado.
No obstante, no tiene el lujo-terror soviético de angulos rectos, columnas y cemento que uno se espera. Riga perteneció a la Liga Hanseática, al Imperio Sueco y al Sacro Imperio Romano, y aunque finalmente fue tomada por el ejército rojo, no padeció desperfectos graves durante la IIGM. La cantidad de art nouveau hace que todo resulte familiarmente europeo, de hecho durante la época soviética rodaban en Riga las escenas de las películas que pasaban al otro lado del Telón. Lo más exótico era que hacían el café de la conferencia en samovar.
Anders bromeaba sobre la posibilidad de alternar ciencia con lecturas de posos de café. Estuvo de peor humor al irnos a comer. Sin tener que mirar el fondo de la taza, me imaginaba que él tendría problemas para comer vegetarianamente.
Los vegetarianos lo pasan mal fuera de tres o cuatro países. En realidad los vegetarianos lo pasan mal porque es el rollo que se traen, es su gracia. Anders se pilló un puteo importante cuando sacó una rodaja de costilla de cerdo del bol de estofado de col que había pedido tratando de entenderse con una camarera que no hablaba mucho inglés y decía que sí a todo, a la china.
El primer día comimos en un sitio de Hare Krishnas, unas espinacas y sémola con salsa de tomate. A eso le siguió, durante los cuatro días de estancia una buena cantidad de comida más bien contundente: sopa de verdura, pescado blanco servido sobre trigo hervido (en la cena de la conferencia en un restaurante medieval tela de kitsch), hueva de trucha en pan negro, crêpes con salmón, sushi cutre para llevar, estofado de cordero con arroz, pato con hinojo y calabacín, arenques, ensalada de patata y un merengue un poco raro. Luego me sorprende que me esté poniendo fanegas.
Me quedé colgado en durante la última noche de mi estancia porque mis compañeros volaban por la tarde, y yo por la mañana del día siguiente. Por suerte me di cuenta de que los Swans, a quienes no había podido ir a ver en Copenhague, tocaban en Riga precisamente esa noche. Les fui a ver por mi cuenta (aunque terminé coincidiendo con un sintactista sueco con los zapatos calados por culpa de la lluvia). El concierto fue en el palacio de cultura de la compañía eléctrica, un edificio con voluntad neoclásica construido en la época soviética.
A la vuelta, llovía también en Copenhague. Puse una lavadora y me fui a ver Eurovisión a una fiesta de unos compañeros de clase de danés. Había hasta un cura francés que atendía una parroquia francófona. Me dijo, de hecho, que hay misas católicas en castellano a dos pasos de casa, y que el cura es catalán. Tendría que haberlo sabido antes y haber llevado a mis abuelos.
No me importaría buscar un pretexto para volver a Riga. Tendría que haberme llevado una rosa de arenques como la de arriba.
lunes, 16 de mayo de 2011
confusión en el Báltico
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Trobàvem a faltar les teves entrades al blog. A mi sempre em deixen amb un somriure als llavis. Petons!
ResponderEliminarYo estoy empezando una dieta. Cuando nos veamos estare tan delagdo como tú :P
ResponderEliminarolé por lo de los Swans, una casualidad de esas de Círculo Polar, y en un edificio precioso por lo que veo.
ResponderEliminarotro genial cuaderno de viaje :)
Buenu... L'Anna ho va dir tot. :) Gràcies per més una entrada!
ResponderEliminarUna abraçada, Raul.