lunes, 14 de noviembre de 2011

HH a 36,5°C


Hace unos días acabé las clases de danés. La semana que viene subo a teórica, y en un mes o así hago la parte hablada. Para celebrar el fin de las clases, me regalé un fin de semana en Hamburgo, visitando a Daniel. Siendo una visita relámpago tampoco tuve tiempo de ver mucho, y ahora ya se hace oscuro en seguida. Hamburgo tiene puentes y masas de agua, algún parque y autobuses mal equilibrados que se van de lado si el conductor no obliga a la gente a pegarse al lado izquierdo. Hacía bastante más frío que en Copenhague.

Aunque fui al teatro. Llevaba tiempo sin ver tanto lifting y tanta rinoplastia mientras, en el hall, esperaba al inicio de la obra, que estuvo bastante bien. Y como la cirugía plástica da hambre, me comí una hamburguesa al salir. Parece que en Hamburgo lo de la hamburguesa no tiene demasiada tradición, que el término es una cosa gringa. Pero la legimitidad de la experiencia importa poco cuando la experiencia en cuestión lleva tres lonchas de bacón gruesas como cinturones.


Pero lo más relevante del viaje ha sido el viaje en sí. Vamos, el tren. A la ida tuve cuatro horas de retraso porque un puente entre dos islas parece estar escacharrado y me metieron por otra ruta. Establecí una de esas amistades de viajante con una chica alemana que vive en Copenhague desde años e iba a Bremen al cumpleaños de su madre. La chica estaba en los treintaimedios, se veía que era una jevi encubierta (chaqueta negra de piel algo larga, joyería de acero, un cierto corte de pelo) y trabaja en el Ministerio de Transporte y estaba que trinaba. "Yo no estoy con lo de ferrovías, pero me van a oír el lunes cuando llegue a la oficina!". Estuvimos hablando de muchas cosas; su vida en la administración pública, los cambios con el nuevo gobierno, cierta saga contemporánea de literatura fantástica, y un exnovio suyo que sólo tenía un disco en casa, el The Number of the Beast, de Iron Maiden.

Al volver, esta vez sólo con dos horas de retraso, compartí mesa con una señora setentona de Colonia, ricachona y picaronamente extrovertida, que me metió en un sainete sin darme yo cuenta:

- Perdone - le dije al golpearle el pie accidentalmente al dejar la mochila en el suelo.
- Si usted cree que va a tontear conmigo de esta manera se equivoca, joven.
- Vaya, tan obvio he sido?
- Una tiene sus kilómetros y no se acalora así como si nada, pero que sepa que con sus avances me doy por aludida.

Me estuvo explicando que había estado hacía poco en Cádiz, y que le había hecho muy mal tiempo, que le parecía bien que se prohibieran las corridas de toros, que vivía por Lübeck, que era coleccionista de arte ("Tengo un rincón de temática africana en una de mis casas y me he comprado un cuadro con muchas zebras!"), que había estado en el ejército de secretaria (calculo que en los sesenta) y que claro, le gustaban mucho Gáudi y Dáli (más allá de Alsacia la 'a' se vuelve tónica).

También me dio bombones que sacó de su bolso plateado mate, y me dijo que era atea, pero que tiraba las cartas. Y que desde niña había tenido sueños proféticos, pero que su madre le dijo que se los guardara para ella y no los fuera diciendo, porque si sus profecías se cumplían para mal, la culparían de las desdichas que acontecieran. Antes de que se bajara, le pregunté cómo se llamaba, y me dijo que Hildegard. Y yo, que también soy ateo y no creo en la reencarnación, di un respingo.


En el ferry me encontré con unos amigos alemanes con los que iba a la ya finita clase de danés. Otro de los pasajeros, un chaval danés con demasiado flequillo, acarreaba una cornamenta de ciervo. Por la mañana, Verónica le ha sacado fotos al naranjo miniatura que hay en casa, regalado por mi compañero del trabajo Anders, que ahora está floreciendo. El naranjo, digo, no Anders. Anders está en Australia.

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