Mi amigo Daniel, canadiense conocido en Copenhague, me vino a buscar al aeropuerto y me acercó al aparthotel que tenía reservado, lo que viene a ser un lujo cuando uno está emigrando a otro país.
Para agradecerle la molestia, le saqué a cenar a un restaurante finolis, donde tuve ocasión de probar mi primera poutine, plato nacional canadiense, pero en versión precisamente finolis. Estaba buena, teniendo en cuenta que a mi las patatas fritas ni fu ni fa. Las versiones que he probado después eran objetivamente peores.
Más que bonita, Toronto es una ciudad práctica pero no sería justo decir que es fea.
Además, tiene un barrio chino, uno coreano, uno ucraniano, un distrito persa, otro portugués...
Una familia de músicos y humanistas, tenían la casa llena de libros, salpicada de artículos curiosos.
Por ejemplo, esta versión pseudo-nórdico-céltica-pagana del tarot donde habían reemplazado al Diablo (XV) con el Astado, aquí en pose medio sexy, medio diskjockey hortera. También había una bolsa de dreidels.
Pero no podía quedarme aquí toda la vida, así con algo de ayuda del agente inmobiliario de Rebeca y Ramon (y es que efectivamente me ha venido muy bien tener contactos por aquí) he encontrado un piso muy bonito, cerca del trabajo y bastante céntrico. Es un noveno y tiene muy buenas vistas.
Mi ventana es cantonera y tiene dos puntos de fuga. La calle de la izquierda es uno de los ejes norte-sur; de noche hay un río de luces rojas que se aleja de la ciudad para volver a los suburbios, y otro de luces blancas que desciende para volver a la ciudad.
Haber encontrado piso significa también que, además de amueblarlo, tengo que conseguir un ajuar completo.
En los últimos años de mudanzas y cambios de país, me he acostumbrado a tener (o mantener) pocas cosas, pero aquí siento el despertar de mi amor al trasto que he sigo capaz de contener durante un cierto tiempo y ahora se rasca los ojos, pidiéndome que consiga mierda absurda. Y de eso Norteamérica tiene a espuertas.
Precisamente con Ramon y Rebeca fui a ver una exposición sobre Guillermo del Toro en un museo gordo de por aquí. Había cosas de sus películas, desde maquetas a utilería.
Unos cuantos bocetos de un libro que sale en El Laberinto del Fauno estaba rellenado con "Texto texto texto texto".
La exposición también tenía parte de la colección de arte de Del Toro. Había cosas muy bonitas, como ilustraciones de Mary Blair (me quedaron fotos birriosas), y algún Moebius.
También había una escultura de tamaño real de H.P. Lovecraft que daba mucho el pego, como si realmente le molestara la presencia de los visitantes.
Mal que me pese, tampoco he podido ver tanto de la ciudad en sí. Empecé a trabajar a la semana de llegar (y de momento sigo contento). Aquí se ve la vista desde el lado sur del edificio de oficinas del cual ocupamos los pisos dieciocho y diecinueve.
Estos días se espera casi un palmo de nieve, aunque no se paran el tiempo suficiente como poderle hacerles buenas fotos de alto contraste.
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