jueves, 15 de agosto de 2013

el misterio de las coces búlgaras

A la menor intención se le acumulan los porcontares. Este viernes se cumplen tres años de mi llegada a Dinamarca, y en dos meses tendré que haber entregado la tesis que teóricamente vine a hacer.

En agosto ha venido mucha gente: Maribel y Gerardo, Marina y Bernat, y Matthias con Marie-Anne y Sara. En una semana viene más gente. En realidad es casi una suerte tener tanta visita, porque te mantienen ocupado de una forma total, de manera que no haces ni vida social.

También me mantuvo ocupado una conferencia en Sofía la semana pasada. Puede que sea la conferencia a la que he ido con menos ganas desde que empecé en esto. Y mira que era una conferencia apañada y las charlas estaban realmente bien. 

Supongo que algo de tedio es inevitable cuando pienso que nunca voy a casa en agosto porque hace un calor de mil demonios y allí me encuentro, en Bulgaria, en chanclas, del hotel al centro de la conferencia y de vuelta al hotel.
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Por suerte viajaba con Sigrid. Y por suerte ella dio con un buen restaurante nada más llegar, así que me quité el mal humor con una trucha a la brasa. 


La conferencia fue en el Palacio Nacional de Cultura, un mastodonte tardosoviético con un je ne sais pas de guarida de villano de James Bond. 




Habían retirado los teléfonos pero habían dejado las cabinas. Esta es una de mis vistas favoritas del edificio.


Por no hablar del papel higiénico en braille.


O la misteriosa cesta de lechuga, casi un poema visual.


En una de las salas con murales espectaculares, unos chinos daban charlas seguro muy interesantes en el peor inglés del mundo. Y usando diskettes para identificar los ítems de las listas.


Parece que el agua caliente está centralizada en Sofía, y estaban cambiando las tuberías durante todo el verano, así que algunas zonas no tenían agua caliente; zonas como, por ejemplo, mi hotel. Por fortuna tenía una jarra eléctrica y pude hervir agua en mi habitación. Ya podemos hablar del baño búlgaro y no sólo del baño checo.


Al irnos, las columnas-robot nos despedían con los brazos en alto, simpáticas y bizcas.


En los lavabos del aeropuerto había un cuarto para escobas y material de limpieza. Seguro que la fregona y el cubo estaban antes de la hoz y el martillo.


En una escala en Múnich, un platazo de pasta un poco sosa y una Erdinger bien grande para conciliar el sueño.

Ah, bueno, y se conoce que en siete semanas entrego la tesis. A ver.