domingo, 9 de diciembre de 2018

El recuerdo de la misma


He estado en Europa. Así, en general, como dicen los americanos que hacen esos viajes donde ven el Big Ben, la Torre Eiffel y el Coliseo del tirón. A mí me faltó ver el Coliseo, pero estuve en otros sitios. 

A falta de una buena organización temática, lo más fácil me resulta exponer las cosas en el orden en el que han ido aconteciendo, más o menos.





Llegué a Bruselas a una conferencia. Mi primera conferencia, hace nueve años, fue también en Bélgica, en Louvain-La-Neuve.  



 Cuando empecé, no conocía a nadie, como corresponde a un aspirante. En esta conferencia, aunque sí conocía a mucha gente, seguía siendo un mindundi, pero de otro tipo; un mindundi con muchas amistades y algún antagonismo. 

Al empezar el doctorado, me sorprendió la intensidad y la frecuencia de las enemistades en el entorno académico. Pasados nueve años, he visto en carne propia y ajena cómo éstas suceden.


Para que la gente haga amistades de esas de las que hablo, en las conferencias hay cenas muy a menudo. Algunas tienen eventos culturales también (o escupefuegos, que de todo se ha visto). En ésta, nos llevaron al museo Magritte.


Y me comí un par de ostras, para recordarme de sigo pudiendo comer cosas que no me terminan de gustar.


Lo que sí que me gustó fue la cerveza, claro. Esta, en Gante, parecía inspirada en cierto grupo musical vasco.


Después de un transbordo un poco raro pasando por Inglaterra, llegué a París. Mi primer almuerzo consistió en una choucroute muy apañada.






Daba risa y susto, habiendo pasado por el Reino Unido, ver carteles del euroescéptico pollavieja de Asselineau. Para que se me quitara el susto, fui a ver telarañas al Palais de Tokyo. Tomás Saraceno hace cosas que están muy bien. El plato fuerte de esta exposición era una instalación donde había colocado arañas sociales de distintas especies en el mismo espacio, creando combinaciones de telarañas imposibles.








Y había más cosas, como estos bolis que dibujaban a medida que se movía el globo al que estaban atados.



Para muestra, un Matthias.





O esta instalación donde el sonido venía de transformar el movimiento de las partículas de polvo.


También estuve en el Instituto del Mundo Árabe.



Había una exposición sobre una reconstrucción computerizada de Mosul, Aleppo y Leptis Magna. Me tocó una guía muy vivaracha, que nos dio un repaso sobre historia reciente de Oriente Medio.



No sé si también me sentía como esos turistas que van a hacerse fotos a Auschwitz, pero es que más que haber hecho turismo de la desgracia, mi turismo ha coincidido con el recuerdo de la misma. Estuve en París durante las fiestas del armisticio de la Primera Guerra Mundial.



Y también durante el tercer aniversario de la masacre del Bataclan. Ese mismo día, temprano en el distrito XIX, en la panadería árabe, el carnicero kosher entraba, con su delantal y su kipá, a pedirle a un café a la panadera en hiyab, charlando insustancialmente y tratándose de tú, como hacen los vecinos.



Y así me despedí de París, con un cuscús, que es el tercer plato predilecto de los franceses, cosa que, como todo lo que tiene que ver con cuestiones de identidad, es trivial y profunda a la vez.






Al llegar a casa, en casa de mis abuelos se comía granada desgranada.


De la nevera de mi abuelo Manolo no saquée nada, pero por poco me quedo el imán. Si se le hubiera ocurrido esto a Hades, no tendríamos primavera.


Con mi padre cayó, entre otras, una tapa de morros. Qué buenos, y qué mala noche.


En casa de los padres de Pol y Roc, no es comida todo lo que parece.


Puede que sean las vacaciones, pero incluso un bikini cutre con fiambre de ese cuadrado y tranchette tiene su momento.




En Barcelona, además de admirar cuchillerías, estuve en la exposición sobre Kubrick del CCCB.




Esta es de un ensayo de una matanza al rodar Espartaco.





E invitado por los paraguas en la puerta de casa de Jaume, me fui a Londres unos días. Poco tiempo tuve para ir de museos, pero sí que vi cosicas.




Como este cactus en un mercado de flores, que parecía un malo de Batman antes de escaparse del sanatorio.




Aquí se ve que Lewis Carroll sigue pegando fuerte.



Y a la cerveza le ponen, a falta de hachas, esqueletos.